Hombre ocioso por razones que no vienen al caso, era un noctámbulo empedernido y un gran paseante. Leía mucho y tenía una cultura general de cierto nivel. Tocaba el piano de oído con notable destreza, amenizando alguna que otra velada en "La Tertulia", aquel singular lugar de encuentro de la calle Empedrada.
Hincha irredento del Atlético de Madrid,-veneraba a López Ufarte- solía ilustrar a los parroquianos, quieras que no, con las excelencias de su equipo del alma cuando se alzaba con la victoria. En caso contrario, no convenía provocarle.
Se alojaba en casa de Tomasa de Simón, excelente cocinera y mejor persona. Fumaba compulsivamente "Celtas", aquellos pitillos míticos mechados de madera, que requerían un heroico esfuerzo pulmonar para inhalar su humo.
Jugaba bien al billar, al dominó y al tute, pero no se prodigaba en semejantes menesteres, porque su balanza de pagos solía estar notablemente desnivelada desde mediados de mes. Eso sí, mostraba una indeclinable afición a reconvenir al prójimo en las distintas partidas de los bares del pueblo, recriminando a tirios y troyanos por sus presuntos errores, tácticos o estratégicos, para escarnio de los oficiantes. Ello le condujo a escuchar no pocos justificadísimos exabruptos. Y con mucha frecuencia era frenado en seco con la consabida frase precautoria que reza: ¡"Los mirones se callan y dan tabaco...!".
En cuanto asomaba su fornida humanidad en reuniones informales o foros locales de opinión, el personal solía dispersarse sin el menor recato. Porque Quique, dotado de una potentísima voz, era dado a pontificar en sus juicios, administrando sin miramientos descalificaciones surtidas y adjetivos poco piadosos a todo el que no compartiese sus criterios, -que dicho sea de paso y sin ánimo de mancillar su memoria- orbitaban frecuentemente en las antípodas del sentido común. Más que pelma, era un plúmbeo tenaz e inasequible al desaliento. De generosa insalivación, obsequiaba mediante riego por aspersión a los incautos interlocutores. Y como además invadía sin misericordia el espacio individual del prójimo, los hisopazos bucales de Quique eran imposibles de esquivar. No opinaba, instruía al auditorio. Polemista vocacional, encarnaba como nadie el "¿de qué se trata, que me opongo?", lo cual hacía que, salvo algún foráneo desprevenido, el personal veigueño le evitase sistemáticamente fintando de cintura. Descanse en paz.