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El Capitán Trueno

Publicado en Artículos
30 Marzo 2012 by

Hace unos días, recibí la llamada telefónica de una editorial de nueva implantación en Castilla-La Mancha. La dulce voz de una dama amabilísima, me anunciaba que, dada mi vinculación con el mundo de las letras, querían obsequiarme con un libro encuadernado en rústico: "Tristana", de don Benito Pérez Galdós. Tan sólo tenía que responder a una breve encuesta y abonar tres euros, en concepto de desplazamiento, al mensajero que me visitaría en breve.


Agradecí el detalle y fijamos fecha y hora del encuentro, con una salvedad: mi siesta cotidiana, que sin llegar a ser de pijama, padrenuestro y orinal, como diría mi admirado don Camilo, es larga e irrenunciable, salvo causa mayor.

El mensajero, resultó ser un comercial camuflado, y antiguo alumno de la Universidad Laboral de Toledo, centro en el que trabajé como docente más de cuarenta años. El muchacho me conocía mucho, aunque yo ni le había dado clase, ni le recordaba como residente en el internado.

Le hice pasar a casa, con el consiguiente alborozo de mi perro "Rufo", que habitualmente más salido que un voladizo, acosa a las visitas con la lujuriosa intención de copular con sus pantorrillas. En semejantes ocasiones vergonzantes, la obstinación del can sólo se puede neutralizar echándole al jardín sin miramientos.

Naturalmente, "Tristana" era un señuelo y la encuesta un modo de detectar mis preferencias de ocio y tiempo libre.

El rapaz me contó que había abandonado sus estudios, para trabajar como carpintero en una acreditada fábrica de muebles, con un suculento sueldo y una estabilidad laboral fuera de toda duda.

Tras nueve años uncido a la garlopa, mediante un expediente de regulación de empleo, más de la mitad de la plantilla se quedó en la calle. Y mi infortunado visitante, de la noche a la mañana, se vio con una mano delante y otra detrás. Con una hipoteca que pagar religiosamente y una familia que alimentar. Por lo que tuvo que agarrarse a un clavo ardiendo y ganarse la vida de puerta en puerta, a cambio de un salario fijo indecente y un porcentaje ridículo sobre sus ventas.

Ante semejante panorama, le compré a plazos, (treinta euros al mes), una plancha de vapor que es la releche, un televisor de plasma con casi un metro de pantalla y...¡¡ la colección completa de "El Capitán Trueno"...!!

Cuando llegó mi mujer al dulce hogar, casi me pone la tele de sombrero, me plancha al vapor mis ya desvalidas, -¡ay!,- partes nobles y me castiga de rodillas, cara a la pared con los brazos en cruz, y cinco tomos en cada mano de las venturas y desventuras de mi héroe de infancia.

Como el terremoto doméstico sigue teniendo réplicas, me he emboscado, hasta que escampe, entre las páginas enciclopédicas que relatan las andanzas del valeroso cruzado español, su amada Sigrid, su fiel escudero, Crispín, y el noble y hercúleo Goliath. Y me metí de hoz y coz en un bucle melancólico que me retrotrajo a mi niñez veigueña.

Los cuadernos de "El Capitán Trueno", aparecían los lunes al precio de una peseta y veinticinco céntimos. Yo los compraba, previo sablazo a mi padre, en la librería y papelería de Pepín Ferrería, en el Fondrigo, a tiro de piedra de mi casa. También se vendían con notable éxito en los Americanos y en casa de Restrepo.

Durante toda la semana, leía y releía aquellas historias plagadas de aventuras fascinantes, soñando con emular algún día al esforzado caballero cristiano en su infatigable lucha por la justicia universal.

Cuando mi menguada economía me lo permitía, le alquilaba a Marcelino, Neno de Marcos, que explotaba su pequeña industria en la zapatería de su padre, otros tebeos que tampoco eran moco de pavo: "Roberto Alcázar y Pedrín", "El Cachorro", o "El Jabato". Pero "El Capitán Trueno" era mi faro de Alejandría.

Naturalmente unas y otras publicaciones dibujaban unos perfiles humanos muy concretos y aleccionadores. Y unos valores patrios de alto voltaje doctrinal. La religión católica, única verdadera, y la fe cristiana, se imponían a golpe de mandoble desde Palestina a Mongolia. Los sarracenos, las hordas bárbaras y todo bicho viviente ajeno a la ortodoxia vaticana, mordían el polvo de modo recurrente. Los buenos, con la ayuda de Dios, ganaban siempre, como Ricardo Corazón de León y "El Capitán Trueno". Luego los que perdían, por lógica elemental, eran los malos, a quien el Sumo Hacedor, además, enviaba al infierno.

En aquellas calendas autárquicas de posguerra remota, media España había perdido una salvaje contienda civil, contra la otra media. O sea que verde y con asas, botijo. Y a buen entendedor...

Como el lenguaje lo carga el diablo y jamás es neutro, aquellos textos plagados de consignas épicas y férreas pautas morales, de actitudes y conductas prusianas, troquelaban en los indefensos cerebros infantiles, un determinado arquetipo varonil y bizarro muy al uso en la época. Hombres de evangélicas virtudes, mitad monjes, mitad soldados, como "El Capitán Trueno", adalid de la hispanidad.

La rubicunda princesa Sigrid, amada de nuestro héroe, sumisa y virginal walkiria, presuntamente frígida, no se permitió ni un beso de cortesía con el valeroso cruzado, ni en una sola viñeta de la colección. Castidad y obediencia. La mujer, reposo del guerrero. El batallador cristiano, jamás le tiró los tejos a lo largo y lo ancho de sus andanzas por medio mundo. Y como no consta que "El Capitán Trueno" fuese maricón perdido -¡a quien se le ocurre!- hay que pensar en un reprimido patológico o en un impotente de carácter secundario, proclive al gatillazo. Porque el culo respingón de la vikinga y sus bien moldeadas tetas, eran de lo más sugerente. Lo que yo les diga...

El efébico Crispín, aplicado aprendiz de caballero, discípulo hábil e ingenioso, un ejemplo a seguir: diligencia, disciplina y obediencia ciega. Mensaje recibido.

El fiel Goliath, microcéfalo y tuerto gigantón, más elemental que el mecanismo de un chupete, pero muy útil a la hora de descalabrar enemigos, un paradigma de la fuerza bruta, del tonto útil, que resuelve a guantazos los contratiempos del jefe. Un hallazgo, vaya.

Y así crecimos, felices y contentos. Y logramos sobrevivir...

Nicolás Fernández y Suárez del Otero

Vegadeo 1948.
Licenciado en Geografía e Historia por la Universidad Complutense de Madrid, ejerció de profesor en varias universidades españolas.
Columnista, tertuliano, director de revista, pero sobre todo, visceralmente escritor y veigueño.

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