Gentes de distintos perfiles sociales acudían a las reuniones periódicamente y con creciente interés. Y es que don Benjamín, a diferencia de sus predecesores y aún coetáneos, permitía opinar libremente a todos y cada uno de los concurrentes, incluso a los más críticos con la ortodoxia eclesiástica del momento. Aquella fórmula funcionó, porque en los años sesenta del pasado siglo, el discrepar de lo establecido, sin represalias ni etiquetas excluyentes, era un lujo.
Por otra parte, don Benjamín visitaba sin complejos ni imposturas cualquier hogar del pueblo, donde un enfermo o un impedido precisase su ayuda espiritual y aún material.
Su llaneza y familiaridad natural, le granjeó la simpatía y el afecto de muchos parroquianos resueltamente anticlericales o escépticos en materia religiosa.
Paseaba su humanidad de más de cien kilos por el Parque de Medal, leyendo un breviario, a veces en voz alta para perfeccionar su dicción, ya que la madre naturaleza no le había agraciado con excesiva riqueza oratoria. Tampoco andaba sobrado de oído musical, pero cantaba a voz en cuello con aquel vozarrón característico, de principio a fin de las misas.
En fechas señaladas, invitaba a los jóvenes a acudir a la iglesia con las guitarras para interpretar temas litúrgicos, adecuadamente adaptados por Pepe Gayol, titular maestro de ceremonias.
A pesar de su edad y formación, don Benjamín era un hombre abierto, doy fe. Con motivo de las bodas de plata de mis padres, toda la familia se conjuró a confesar y comulgar en tan señalada fecha. Con quince años cumplidos, ya andaba yo bastante alejado de los preceptos católicos, apostólicos y romanos. Además, en quinto de bachillerato, había comenzado a estudiar filosofía de la mano de una mujer adorable, de quien guardo un gratísimo recuerdo: Luisa Conde. No aprendí mucha filosofía, pero aprendí a pensar sin ataduras, a reflexionar, a analizar con sentido común. Ello se daba de bofetadas con las verdades reveladas y con los dogmas.
Pero por complacer a mis progenitores, acudí a expiar mis pecados. En el confesonario me atendió un cura joven, de cuyo nombre no quiero acordarme. Tras las frases de ritual, le manifesté al mosén mis dudas razonadas sobre la virginidad de María, la Santísima Trinidad, el Espíritu Santo y la infalibilidad del Papa. Mi auditor me echó una bronca descomunal, me recomendó cien lecturas de San Pablo y me negó la absolución, al tiempo que me echaba del lugar a cajas destempladas.
Cuando salía de la iglesia con cara de circunstancias, me di de manos a boca con don Benjamín. Le conté lo sucedido y le di cumplida cuenta mi disgusto. Me puso su enorme mano derecha sobre el hombro y me invitó a pasear. Me dijo que tener dudas no era pecado y que él había tenido muchas como las mías en el seminario. Y al tiempo que me bendecía, pronunció las palabras mágicas: "ego te absolvo a pecatis tuis". Al día siguiente, comulgué con los míos. Tiempo después, me enteré de que el sacerdote joven, había dejado preñada a una feligresa y huido de Vegadeo a uña de caballo...Descanse en paz don Benjamín, a quien Luís de Eulogio caricaturizó en 1961.