"El tiempo de vivir es para todos breve e irre
parable", meditaba Virgilio. "El tiempo se va para no volver", concluía. Pero el tiempo transitado deja siempre señales en el mapa de los recuerdos. Marcas de distinta naturaleza, de distinta intensidad.
Aunque vivo en Toledo hace casi cuarenta años, todos los veranos recalo con mi familia en ese fiordo mágico que es la ría del Eo. Ahí me embriago de paisajes inigualables y del paisanaje de toda la vida. Este año -¡ay!- por razones de causa mayor no he podido acudir a mi cita estival. Pero como mantengo mi cordón umbilical con el occidente astur gracias a esa herramienta cibernética llamada Internet, asomo la nariz de cuando en cuando por los queridos andurriales de mi infancia, adolescencia y mocedad.
Recuerdo con especial cariño a este párroco, que dedicó una buena porción de su vida a Vegadeo y a los veigueños.
Era extremadamente afable, próximo y bondadoso. Aunque con los jóvenes tenía poco tirón, con la gente de mediana edad fue un dinamizador infatigable. Logró aglutinar en las convivencias de Acción Católica a un heterogéneo y nutrido grupo de personas, no precisamente meapilas de solera, bien al contrario.
Sólo los más viejos del lugar tendrán alguna referencia de este veigueño, muy respetado y valorado en la comarca a finales del siglo diecinueve y principios del veinte. Ignoro su nombre de pila y también sus apellidos. En aquellas calendas todo el mundo lo conocía como "El Xorobo".
Hoy es 20 de diciembre de 2011. Hace cuarenta años que no vengo al pueblo en estas fechas. Me detengo un instante en el alto de Fondón. Una niebla densa oculta Vegadeo. Me recuerda a Brigadum. La ría está como una balsa de aceite. Huele a yodo y a sal.