El lenguaje del pasado próximo, de no hace más de sesenta años, ha experimentado cambios de interés, que pienso conviene recordar. Al desaparecer instituciones y costumbres, murieron con ellas los vocablos que las designaban o que se referían a aspectos particulares de sus funciones. Cuando estos vocablos fueron utilizados en escritos, cabe seguirles el rastro para llegar a comprender y a explicar lo que de verdad significaban en el lenguaje común. A veces, los vocablos no salieron de las conversaciones de las gentes de pueblos y aldeas, con lo que, al cambiar el lenguaje, murieron en el tránsito de lo tradicional a lo nuevo.
Recuerdo, de niño, en el valle asturiano del Navia, que los ancianos utilizaban palabras y expresiones extrañas hoy por haber caído en desuso. Así, la orientación de las laderas de los valles era objeto frecuente de las conversaciones de las gentes de las aldeas: que las parcelas que cultivaban o que tenían para pasto de sus ganados fuesen solanas o avesías era muy importante. La fruta de los árboles que crecían en parcelas orientadas a naciente eran más sabrosas que las de las nortizas, por madurar en éstas sin la insolación conveniente. Hoy el adjetivo avesío ha dejado de usarse al no haber quien distinga el gusto diferente de una cereza, de una pera, de una manzana o de una ciruela según procedan de árbol orientado al norte o que esté situado «a ojo de sol», expresión también desaparecida, por la misma causa: la de no valorar las ventajas de la mayor insolación para conseguir frutos de mejor calidad y más sabrosos.
Otra expresión caída en desuso es la de meses mayores. Además de utilizarla para referirse a los últimos meses del embarazo, fue usual designar con ella los del final del año agrícola: los de mayo y junio. Para quienes vivían de lo que cosechaban y no les alcanzaba el grano para tener pan en esos meses y estaban en ese tiempo en la más completa inopia, se les hacía larga la espera hasta la siega de las mieses. Los dos meses -mayo y junio-, de no más días que cualesquiera otros del año, se hacían muy largos. En la zona rural del occidente asturiano, en tierras pobres en las que predominaba el cultivo del centeno sobre los demás cereales, las primeras siegas, en tierras solanas, se hacían a mediados de junio. El mes de mayo era el que se hacía largo, debido a la angustia que provocaba el hambre, por lo que se aplicaba el adjetivo luengo (o, en la fala galaico astur, llongo): mayo luengo o mayo llongo aún quedaban en mi infancia como expresiones arcaicas, sólo utilizadas en cuentos infantiles de transmisión oral, que contaban los abuelos a los niños para entretenerlos cuando los tenían a su cuidado, y también para inculcar en ellos la cualidad de la previsión: guardar alimentos para que no faltasen al final del año agrícola.
Es frecuente, en escritos de quienes se encargaban de asegurar el buen funcionamiento de los mercados, referirse a las prácticas que seguían quienes cobraban trigo como renta de sus propiedades o como partícipes en los diezmos en sus parroquias. Estas prácticas consistían en guardar -almacenar- el grano que reunían después de la trilla para darle salida cuando estaba a punto de agotarse lo cosechado, a partir del mes de abril, y los precios alcanzaban su mayor nivel. A quienes actuaban así, guiados por su interés, se les solía calificar de usureros, pues, aunque la retención de granos fuese libre, pensaban los críticos que no dejaba de ser esta costumbre la manifestación de «un monopolio legal y autorizado».
La voz eriazo ha caído en desuso, lo mismo que su sinónimo posío, hoy sólo vigente en Extremadura, para designar las tierras u hojas de labor que permanecían de pasto desde que los ganaderos aprovechaban las rastrojeras hasta que se les daba la primera vuelta de arado cuando se barbechaban para sembrar en el otoño siguiente. Aparece el vocablo eriazo en los escritos de los agraristas de gabinete del siglo de las luces, casi siempre para denostar esta práctica que ellos no entendían, a pesar de que estaba fundada en la experiencia secular de los labriegos y que fomentaba la armonía entre agricultura y pastoreo.
Costumbres en vigor sólo en determinadas zonas originaban vocablos útiles para designar manifestaciones propias de ellas. De no haber escritos que las reflejen, su uso desapareció con las costumbres o tradiciones en las que surgieron. Tal ocurrió con los vocablos propios de un privilegio concedido, según tradición, a un legendario Manulfo Bellico, o Bellido, Aureolis, conocido con esta denominación y con la del Páramo de la Focella (lugar del concejo de Teverga, en el Principado de Asturias). Por el privilegio, todos los descendientes de Bellico Aureolis gozaban de la calidad de hijosdalgo y la transmitían a sus hijos, sin distinción de sexo. Las mujeres descendientes de Bellico Aureolis transmitían la hidalguía a sus hijos aunque el marido fuese pechero, o villano. A estas mujeres, por el hecho de entroncar en linaje no noble, y ennoblecerlo, se las calificaba de injertas. Gracias a una nota manuscrita en un libro de padrones de comienzos del siglo XVIII, correspondiente a las feligresías del antiguo concejo de Castropol, sabemos de estas mujeres «que vulgarmente llaman injertas». De no ser por esta nota, la denominación de «mujer injerta» nos sería hoy totalmente desconocida. Tal privilegio es de esencial interés, en unos siglos en los que la mujer perdía su condición hidalga al casarse con pechero, aunque pudiera volver a ella al quedar viuda: en el Fuero Viejo de Castilla, de la segunda mitad del siglo XIII, se recoge un arcaísmo por el que la mujer hidalga, muerto su marido pechero, recuperaba su hidalguía si tomaba «a cuestas» una albarda, iba a la sepultura y daba tres veces con ella en la huesa, y decía: «Villano toma tu villanía, da a mí mi fidalguía».
Labriegos sin más instrucción que la recibida en la escuela rural de primeras letras, o incluso analfabetos, utilizaban un lenguaje metafórico de indudable valor literario. Así, como ejemplo, se me ocurre el de un aperador andaluz, de la zona de Antequera, a quien instaba el dueño de la finca en la que prestaba sus servicios a que comenzase enseguida a arar la tierra, por haber llovido mucho en los días anteriores y retrasarse las labores más de lo conveniente. La contestación del aperador fue rápida: no era conveniente apresurarse. Había que esperar, pues al arar entonces, se «enlutaban las rejas», se ennegrecían con la tierra que se les pegaba. No cabe aquí ni siquiera aludir a los nombres de los centenares de oficios que desaparecieron con los cambios de las costumbres y de las modas, al hacerlos innecesarios, lo mismo que a las denominaciones de lo que ofrecían a los demandantes.
La desaparición de sustantivos, de verbos, de adjetivos por «muerte natural» al dejar de ser útiles ha sido resultado de una normalización espontánea que, cuando menos, al olvidar para siempre voces que no constan en letra impresa ni manuscrita, es empobrecedora. Provocan una degradación mayor del lenguaje y de la historia las «normalizaciones» hechas por supuestos genios de la lengua que actúan imbuidos de una supuesta superioridad natural que les hace creerse predestinados a variar lo que conservan la tradición y la historia milenaria de comunidades humanas, indefensas ante esa acción, al fomentarla los políticos por afanes sentimentales y partidistas.